viernes, 16 de julio de 2010

JORNALEROS.COM

       Son las nueve y no tengo ganas de levantarme, ni el olor del café, ni los huevos revueltos que está preparando la Daniela me mueve. Mira que es buena mi mujer y cómo me engríe. Trabaja de lo lindo en el supermarket portugués y después se ocupa de la casa y de este holgazán que soy yo. Si que trabaja mi mujer. No sé cómo soporta esta situación
       Seguro que dentro de unos minutos me llama como suele hacerlo cada mañana: ¡amor, el desayuno! Yo, ni caso, simulo estar dormido, generalmente ella insiste, me hago el boludo y pongo cara de afligido, le digo que me duele todo el cuerpo y ella tan dulce, cree en la farsa, me suplica que tome el café, después besa mi frente y sale a trabajar. Pero, no soy tan perezoso como ella proclama, porque la verdad, la culpa de que no haya trabajo, no es mía, si, de esa señora que se hace llamar Globalización y de su gran compañero mal llamado Mercado Neoliberal, embaucadores tan convincentes que todos los presidentes quieren estar con ellos. Creo que por culpa de nuestro presidente perdí mi trabajo en esa factoría de alfombras.
     
       Ta! que mal día para echarme, justo el veinticuatro de diciembre, ni siguiera esperaron una semana, después de las festividades de fin de año. Desde ese día he buscado laburo de lo que sea, ta! que difícil no tener el numerillo de esa tarjeta, ahora, verde amarilla.

       Soy un moreno bien plantado, simpático, fuerte, alto, buena sonrisa… las minas están locas por mi, creo que no tengo mala pinta y me animé a buscar trabajo como “caballero de compañía”, le pregunté a Adriano que se gana la vida cómodamente, (un tipo con aire de intelectual que conocí en una cafetería colombo-portuguesa, de tanto conversar con él me comentó a que se dedicaba) ¿Cómo le hacia para entrar a “eso”? él escuchó, sonrió y me preguntó, ¿Quiénes eran Pavarotti, Plácido Domingo, Andrea Bocelli?, quedé lelo por un instante sin saber que decir, él muy desgraciado me dijo que la pinta no lo era todo, que se necesitaba tener conocimientos de muchas cosas, que las clientes eras mujeres adineradas, generalmente cultas y que pedían los servicios de hombres bien informados para acompañarlas a cenar, al cine, al teatro, a conciertos y otras vainas que ni recuerdo, ah! lo que si recuerdo es que no todas pedían sexo y ¿qué creen?, “pagan muy bien”.
       Bueno después de ese fallido intento para vivir como me gustaría, no me quedó más remedio que pararme en la esquina de la esperanza (entre la farmacia Colton’s y una cafetería cubana “La palmita”) y esperar que llegara algún buen samaritano solicitando mis servicios de mil oficios, allí tampoco acababa la cosa, había muchos como yo deseando desesperadamente un laburo y cada vez que llegaba alguien, todos corríamos presurosos por una vacante, es increíble, ahí hay ciertas reglas que tienes que respetar, impera la ley castrense “antigüedad es clase”, a veces la ley del más atrevido, del más fuerte. Algunos días trabajaba, muchos otros no, en ese desaliento quería volver a mi antiguo “modus operandi” para ganar algo. Intentar  embaucar a la gente, no es nada fácil ni de buen gusto. Pero… no tengo otra solución, de alguna manera tendré que ganarme la vida, digo yo. En fin, que no se diga que no busco laburo, quiero laburar legalmente y no puedo, que me queda: seguir siendo un tramposo?  

De todas maneras, esperaba que llegara el Facundo, si llegaba, me atrevía. Pero si no, ahí me quedaba…

De pibe era un niño muy inquieto, pero tan travieso que me llevaba unas tundas para que contar. Me crié con mis abuelos, porque mis padres murieron en un accidente cuando aún era muy pequeño y ellos tuvieron que hacerse cargo de mí. Mi abuelo era un pendenciero, borracho y mujeriego, la abuela, una santa. Me trataba con mano dura porque yo no era precisamente un angelito, sino, al contrario, un auténtico diablillo y la pobre no podía conmigo. No paraba ni media hora en casa, siempre dándole a la pelota en las canchas y cuando estaba, la volvía loca. Era insolente, desconsiderado, me enfrentaba sin temor y peleaba con todo mundo en la escuela. Todo el personal del liceo incluyendo: compañeros y maestros estaban de mí hasta la coronilla. No salía de una fechoría cuando ya estaba en otra: apedreaba los cristales, pateaba los coches, le birlaba los juguetes a los niños del barrio y un día le di una paliza a un pibe que no lo mandé al más acá o a al más allá de pura suerte.

      Por ese incidente, me metieron en un centro de rehabilitación para menores, mi abuela casi muere de disgusto aquel día, ¡Cómo me quería la pobrecilla! El internado estaba en otra ciudad, de modo que sólo nos veíamos cuando me visitaba o cuando me daban permiso. Ella se ponía contenta de verme, y yo también, la abrazaba y me quedaba quieto por algunos minutos disfrazando alguna lágrima fácil y tratando de decirle, que la necesitaba…

       Salí al siguiente día de cumplir los dieciocho, más obstinado e indomable que cuando ingresé. Mi abuela había muerto, mi abuelo quien sabe donde estaría, y no tenía a nadie ni siguiera un lugar donde vivir. Llevé varios días durmiendo en la plaza del pueblo, en la sala de urgencias del hospital, en lugares de mala muerte, en fin, donde me pillaba la noche. Hacía algún que otro trabajito legal que me daba para malvivir, pero estaba siempre: “con los bolsillos descalzos”.
      Estaba cansado, creo que no había nacido para hacer de miserable y menos para estar soportando hambre, así que me propuse mirar a otros con más días y noches en las calles. Allí conocí a rufianes de poca monta, carteristas, ladronzuelos y atracadores, aprendí cuantas pericias para el  embaucamiento, la farsa, las pillerías y trucos, que yo pescaba al tiro. 

        En una de mis correrías nocturnas conocí al Facundo, un sujeto agraciado y parlanchín, que parecía creer todo lo que decía, tan convincente eran sus palabras que terminé creyendo en su arte, claro que si, lo que hacía: “era un arte”.
- “Patrones pa’ nosotros, esos son boludeces, pa’ nosotros no hay más patrones de mierda.” Laburando todo el día pa’ que te paguen algunos miserables pesos, nada de eso- decía convencido el Facundo.
-         Vos consíguete  una mesita de esas que se abren y cierran y un juego de naipes, que ya me las ingeniaré yo para saber que decir en el momento preciso. La gente en la calle esta pensando en ganar guita, es tal el desespero que se vuelve más tonta de lo que vos crees. Hacemos un buen par y vos sos  habilidoso y con mucho floro, que es lo que hace falta. Del resto me encargo yo”.

Las estaba pasando remal, así que recordé lo que me había dicho el Facundo y más temprano que tarde me vi de calle en calle, con la mesa y los naipes. Era lo que la gente llama un chanta. Pero yo no me creía un estafador ni nada de eso, tomaba mi trabajo con la seriedad del caso. Lo mío era un arte. Llegaba bien preparado a una vía concurrida del pueblo, colocaba el material y me ponía a vociferar como si fuera un empleado de una casa de juego de Las Vegas o de Montecarlo: -“Atención damas y caballeros, a jugar, todos a jugar”. Todo tipo de apuesta es válida. A ver si alguien acierta dónde está la carta. Es tan fácil que un niño lo haría. ¡Usted, distinguida señora!, si usted que tiene mirada de ser inteligente, pruebe y seguro que adivina. Lleva usted la fortuna dibujada en la cara. Se lo dice Ariel Orsi, que conozco a las personas como la palma de mi mano. No tenga miedo. Acérquese.-

A medida que pasaban los minutos los curiosos se multiplicaban. Todo al principio es incierto. La gente se mostraba muy reacia y por experiencia en estos menesteres les digo: que nadie quería  ser el primero.
En esa estábamos, cuando aparecía el Facundo que hacia de gancho y me desafiaba:

-  “Eso es mentira, vos manipulás la carta para que nunca sepa nadie donde está”.-   -“Eso no me lo dice vos dos veces”-, le dije haciéndome el ofendido y a punto de darle un puntapié.
-“Cálmese, maestro, no reaccionés así”-, me contestó, tratando de tranquilizarme, situación que atraía a los curiosos.
-“Voy a jugar, para que vos veas  que no tengo mala fe y a ver quién tiene razón”-. Entonces colocó un billete de veinte pesos sobre la mesa, hice varios movimientos con las manos tratando que el viera donde estaba el naipe, luego lo miré, él hizo una pausa y me indicó la mano derecha, que lógicamente, cuando la levanté, estaba la carta.
-¡Vaya, tenés razón! “Disculpáme, antes he pasado un mal momento”- dijo tímidamente.   
Le dije: - no te preocupés y lo miré como si le estuviera perdonando la vida, le entregué cuarenta pesos. Fingiendo una alegría tremenda (a veces exageraba más de lo debido) incitaba a la gente para que juegue y casi siempre había algún distraído  que picaba. Luego de haber comprobado el interés de los concurrentes se marchaba pidiendo nuevas disculpas y quedábamos como amigos. Por supuesto que nadie más atinaba, aunque algunas veces dejaba que alguien ganara una cantidad mínima, para disimular, pero no muchas, que no quería perder.

El Facundo no iba muy lejos, se quedaba en la esquina más próxima por si la cosa se ponía mala y vigilaba a los policías. Cuando se acercaban los polis, entonces silbaba una cancioncilla que habíamos acordado de antemano; patita pa’ que te quiero, levantaba la mesita, la juntaba, y  desaparecía del lugar como por encanto. 

Fue el Facundo quien me presentó a la Daniela, una minita que desde el primer momento me tuvo respeto, creo que se obsesionó y lo demás fue fácil, me dejó entrar a su rancho.
Ella tenía el firme propósito y estaba segura de que yo cambiaría, hasta me convenció de ir todos los domingos y fiestas de guardar a la iglesia del pueblo y solo Dios sabe que hizo lo humanamente posible para que dejara la vida desordenada que llevaba, lo intentó muchas veces, pero yo permanecía en malas juntas, los amigos del villorrio me presionaban para seguir en las andanzas, ni los ruegos de mi “manteca” me detenía y continuaba en mi “modus vivendi”: me pasaba muchos días haciendo nada y algunas noches me metía en cualquier boliche y ahí me daban las claras del día.
La Daniela de vez en cuando me amenazaba con echarme a la calle, pero creo que no podría vivir sin mí, y yo sin ella, estábamos engatillados, qué caramba, sé que no lo haría, al menos de momento.
Tanto me quiere mi mujer que hizo malabares para reunir la teca (dinero), había prometido alejarme de los “curradores”, compró los billetes para “gringolandia”, pero eso si, me obligó  prometerle que dejaría las andanzas. Ella tenía razón, el viaje me ilusionó y pensé firmemente en cambiar.   

Bueno, aunque currador y vago, en el fondo tengo mi corazoncito, soy un tonto sentimental. Recuerdo una tarde, antes del viaje, cuando estaba en plena faena, se acercó una humilde viejecita, de lo más dulce, tan arrugada y encorvada que parecía que se iba a morir ahí mismo. Mirándome fijamente a los ojos me preguntó si era posible que le diera veinte pesos si ella acertaba.
  -“No, señora, usted tiene que apostar y si adivina dónde está la carta, gana. El doble o nada ¿entiende?”,- le dije.
  -“No tengo dinero para apostar, señor, le agradecería que aceptara mi petición. Si no acierto, vos no perdes nada. Soy viuda, cobro una pensión irrisoria y necesito comprar medicinas para un hijo que tengo enfermo”, contestó.
¿Y si acierta?, pensé. Pero recordé a mi abuela, tan pobre y con esa mirada triste del día que me internaron en esa correccional, con el corazón latiéndome a mil por hora y con los ojos amenazando desbordarse, accedí. La dejé ganar, qué iba a hacer. Le dí el dinero, estiró sus manitas temblorosas, cogió los veinte pesos sin decir palabra alguna, solo me miró agradecida, besó mis manos y se fue llorando... desde aquel día me convencí que mi vida sería diferente.
                                                                Arturo Ruiz-Sánchez
                                                                      Jornalero.com, continuará…

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