El día fue apacible, nada hacia presagiar que la llegada de la noche traería la tormenta. En la avenida, las veredas exhalaban intensamente, mientras ríos de lluvia negra rebasaban los acueductos. El cuerpo de Carla se derramaba como se vaciaba la ciudad.
Un relámpago, un agudo dolor, un fragor, una sucesión interminable de astricciones. Como el aguacero, todos sus fluidos se alborotaban como torrente subterráneo, dirigidos por la pequeña Emma que, con las manos cerradas, conducía la pugna por salir. Sumergida en su alberca de líquido acuoso, deseaba fragmentarla. Carla inducida por las fuertes contracciones blasfemó:
– ¡Deja de zarandearme pequeño demonio!– y luego apretó los labios para no gritar. Organizó el bolso y llamó un taxi.
Eran las doce y treinta y el taxi no corría, volaba. En la calle los demás autos eran conducidos prudentemente, la lluvia era intensa, pero los gritos desesperados de Carla obligaban al conductor a pisar el acelerador. Emma y Carla disputaban minuto a minuto, a ver quien podía más. Torbellinos de carne y agua hacían mover su vientre en una danza dolorida. Sangre enfurecida y un sonido como de volcán en erupción, ruidos extraños indicando que algo no estaba bien.
–Mama mía...
–No me diga que se rompió la fuente.-
–Pues creo que sí. Lo siento.-
– ¡Porque tiene que pasarme esto! Es la última vez que permito que una parturienta suba a mi taxi.- exclamó el taxista.
Se desplazaban con una rapidez de carrera de autos y dejaban a todo el mundo atrás. Una sustancia gelatinosa recorrían las piernas de Carla como un húmedo hilo. El trayecto parecía de nunca acabar. Carla cerraba los ojos tratando que controlar su dolor y todo le parecía oscuro. Quería llegar cuanto antes. ¿Cuanto tiempo había transcurrido? ¿Diez minutos, media hora? El auto por fin se detuvo. Llegaron al hospital judío de New Hyde Park resguardados por la policía local. Revolvió a oscuras su cartera y le pago al taxista.
–Tenga, por todos los inconvenientes.-
– ¿nada mas? ¿Cree usted que con esto limpiaré el tapizado?- dijo el incomprensible hombre.
Salió del auto y continuó su marcha, a esas horas de la madrugada la atención en urgencias era deficiente. Carla se tropezó ante las miradas grises y anónimas de algunos pacientes doloridos que esperaban su turno para ser atendidos. En el hospital, la enfermera de la noche interrogaba nerviosa a la afligida e incoherente Carla: ¿Cada cuanto son las contracciones? ¿Crees que la rotura de la placenta ha sido completa? ¿El líquido era claro o sanguinolento? Recorrieron un corredor que parecía interminable en una silla de ruedas. Tenía la impresión de que no iba a ninguna parte, o estaba condenada a no salir jamás de ese laberinto de pasillos. Ella cerró los ojos una vez más y volvió a perder la conciencia. Percibió que la levantaban y la llevaron a una pequeña cama de emergencias. Semiinconsciente, no protestaba para nada. Le pusieron una lavativa, la rasuraron y le aplicaron por todo el cuerpo una sustancia aséptica.
Transcurrieron una hora, dos, tres... Entre contracción y contracción, se durmió, soñó, deliro. Ya se sentía el ritmo de otro corazón, el pequeño corazón de Emma que latía y su sonido era amplificado por la máquina. En otro artificio, parecido a un detector de mentiras, se percibía la magnitud del dolor en forma de agudas montañas. De pronto, le pareció sufrir alucinaciones: Entraron a la habitación dos jóvenes vestidas de blanco, cuanto más se acercaban a ella se convertían en figuras amorfas. No, no estaba delirando, tampoco soñando. Eran las anestesistas, que venían a ponerle la epidural. Le explicaron que se pasaba de tiempo y que era imperioso hacerle la cesárea.
La droga insensibilizó la mitad de su cuerpo. Se sintió mas tranquila y el dolor había desaparecido, pretendió levantarse y salir de allí inmediatamente, pero sus piernas no le respondieron. Carla empezó a llorar desconsoladamente hasta que llegó Chris, su marido, y al instante el médico: -“Soy el doctor Adriano Charpentier. No se preocupen, todo va a salir perfectamente”.- A Carla le pareció y dijo que el médico hablaba como Gian Marco.
- ¿Quién y de dónde es Gian Marco? Preguntó Chris.
Carla alucinaba, estaba a punto de ser madre y con cesárea y hacia el comentario más estúpido del mundo, pensó. Casi siempre le pasaba, en los momentos más importantes de su vida pensaba en situaciones absurdas como, por ejemplo, si tal o cual artista era de tal o cual nacionalidad.
– ¿Alguien sabe de dónde es Gian Marco?, volvió a preguntar el nervioso futuro padre.
Las cinco personas que había en la habitación se miraron extrañadas entre ellas, pensaron que la pregunta era irrelevante. El doctor le tomó el pulso y dijo;
–Peruano, Gian Marco es peruano como yo.
–Gracias. Muchas gracias. Respondió Carla satisfecha.
El doctor le sonrió.
Carla estaba estirada sobre una camilla, mientras Chris componía mentalmente algunos poemas. Le acariciaba el vientre, tal como vio en una película.
Ella ya estaba en la sala de partos. Pensó que era mucho más grande de lo que se hubiera imaginado nunca. Todo era blanco, la vestimenta de enfermeras y del doctor, las máquinas. En el cielo raso, una enorme lámpara la deslumbró. La luz era tan intensa que, aunque cerró los ojos, vio resquicios en forma de estrellas. Se puso incómoda al escuchar como las enfermeras ordenaban el instrumental, sonidos que le hacían recordar a una cocina en pleno afán.
Empezó el ritual: “Respiraba hondo, empujaba, respiraba hondo, descansaba”. Pero la pequeña Emma no quería perder sus privilegios. Se aferraba a todas las vísceras que podía encontrar. Ella cerraba los ojos y parecía verla, con cara contrariada, haciendo fuerzas para resistir sus fuertes contracciones.
– Fórceps, dice el médico.
– ¿Está seguro doctor?, contesta la enfermera.
– ¡Fórceps, carajo, que se nos va!
Los fórceps hacían ruido en las manos de la enfermera, el doctor atenazó el cuerpecito de Emma y la extrajo de las profundidades de Carla, en unos segundos, se escuchó el llanto incontenible de la nonata.
La pequeña continuaba llorando. Ya era una recién nacida de piel viscosa con restos de sangre todavía en sus cabellos. Una niña que se acurrucaba lastimosamente sobre el cuerpo de Carla, mientras con ayuda de la madre naturaleza buscaba con su boca diminuta, la leche que ya rebosaba en sus senos. La niña lloraba sin lágrimas y todo lo demás desapareció: el hospital, el médico, la noche de tormenta, el mundo entero, solo Christian sonreía satisfecho. Afuera en la sala de espera, dos abuelas primerizas pugnaban por ver a la nieta… Carla pensó: -Si pudiera, me levantaría ahora mismo y, con mi hija en brazos, me iría muy lejos de aquí -. -Ella y yo solas, disfrutando plenamente la una de la otra, sin intrusos, sin interferencias, siguiendo nuestro instinto, nada más-.
Arturo Ruiz
Queens, NY. 2008
1 comentario:
Que bonito, me recuerda el nacimiento de mi nieta Elisa, precisamente su mamá se Emma, eso fué en el 2009, ahora ya tiene una hermanita que nació el 16 de julio. Parece que hayas pasado por ese trance, lo describes muy bien. Felicidades!!!
Publicar un comentario