jueves, 15 de julio de 2010

Lamentos...

Recuerdo aquella noche de diciembre, las casas y edificios adornados por las festividades de fin de año, tú y yo en el coche mientras atravesábamos Manhattan. El recorrido lo hacíamos sin pronunciar palabras, únicamente la voz romántica de Charles Aznavour rompía el silencio. Solo escuchábamos su voz y nuestra respiración, cada vez más entrecortada.

       Calles y mas calles vestidas de noches: Canal st., Franklin, Chambers st., Spring, Charlton st…Los faros de los autos eran puntos de luz convertidos en líneas continuas, estelas de estrellas fugaces que apenas duraban un segundo. Me gustaría decir que te besé, que acaricié tu mano o que te lancé miradas enamoradas, pero no hubo nada de eso.  Me atrevería a afirmar que solo recuerdo el olor a ciudad extraña, el frío intenso y tu complicidad callada.

Íbamos a tomar una copa al barrio de la pequeña Italia pero diste un giro brusco, repentino y cambiaste de dirección. Así fue como supe que nos dirigíamos a tu casa, en Steinway st. Astoria, y mi corazón se aceleró sin control.

Llegamos hasta tu apartamento angosto y desnudo como una balada triste, y pusimos a juego nuestro deseo. Mis cabellos se convirtieron en el bosque de tus dedos. Diste un paso hacia delante, tus manos seguían acariciando mi cabeza, y el suelo de madera antigua, crujía como quejándose. Tus ojos azules temían mi vergüenza de Diciembre. Bajé la mirada y tu seguías mirándome sin decir nada.

Segundos eternos y ese beso, que nunca llegaba.
Volví a acercarme a ti y, esta vez, te alejaste. Un remolino en tu pelo delataba mi caricia apresurada. Diste la vuelta y tus piernas, que el miedo había dejado blandas, te hicieron tropezar. El suelo volvió a quejarse, pero esta vez como aliviado. Te perdiste en la oscuridad y un portazo brusco me dijo que no te siguiera.
Me sentía perdido, yo solo en el centro del salón vacío. Abrí la boca, pero mi voz se colaba a través de mi garganta. Busqué refugio y las paredes desnudas giraron a mi alrededor  sin dejarse tocar. Un sillón sucio y desvencijado me acarició tímidamente, como queriéndome dar cobijo. Me hundí en el y esperé.
Cuando finalmente conseguí pronunciar tu nombre, el ruido desafiante de la cadena del retrete sugirió que, quizás todo había terminado. Un minuto, dos y apareciste entre tinieblas de gélida indiferencia. De nuevo te enfrentaste a mí, con el cabello todavía revuelto y la mirada cobarde. En tus manos, mi maletín, invitándome a salir. Había algo en tus ojos que decía “escápate”. Estábamos llorando, pero seguías escondida tras tu silencio. El suelo parecía moverse, como arenas ondulantes, pidiéndome también que me fuera.

Bajé corriendo la escalera. Tan solo me detuve delante de tu buzón para leer tu apellido, Andorra, escrito con letras gruesas. Reprimí una lágrima y me arroje de nuevo a la noche fría.
Tenía el corazón  helado y ya nadie fundiría la escarcha con su aliento enamorado. Estaba nevando y las calles blancas habían borrado las huellas de las viejas promesas. Los sueños que eran dulces, se habían vuelto amargos.
Una vez en casa, abracé el vacío. No eras nadie, solo aire frío. Un vapor estéril que se escapa de entre mis dedos.
Me revolví entre sábanas heladas y tan solo mis lágrimas me dieron calor.

Unos años más tarde, volví a verte, pero esta vez en la pantalla de televisión.
Andorra, la bella bailaora, natural de Andorra la Vella, era, en realidad, una asesina en serie. Sus víctimas eran hombres extranjeros, sin parientes ni amigos en New York. Después de amarlos, los mataba y los quemaba, escondiendo sus cenizas en su viejo apartamento bajo el suelo de madera antigua y sus lamentos.
                                                                            

                                                                PEDAZOS DE TIEMPO/Arturo Ruiz

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